Transcurridos unos cuatros años aproximadamente, el perro tenía verdadera locura por mí. Me seguía por toda la casa, me esperaba en la puerta cuando venía de trabajar, en fin era mi sombra. Yo continuaba con la misma actitud, atendiéndolo pero sin tocarlo. Hasta que un día el Señor me "abrió los ojos y también los oidos" y después de tener una experiencia espiritual muy fuerte, me dí cuenta que estaba verdaderamente llena de orgullo, y al regresar a mi casa lo primero que hice fue acariciar a mi perro Yaki. Nunca en mi familia he comentado esto, en aquellos momentos porque eran pequeños, y después la verdad que por olvido, pero he querido recordarlo, para que sobre todo lo lean mis nietos y comprueben que el orgullo no nos lleva a ningún sitio bueno, y que es importante reconocer los errores que podemos cometer, porque eso te lleva a sentirte en paz . En este caso, el Señor, se valió de un simple caniche, para hacerme reconocer lo equivocada que estaba. Me quedaba con ganas de jugar con él, pero me sentía incapacitada de poder hacerlo. La de cosas que a veces nos podemos perder y dejar de disfrutar por un mal entendido orgullo. Después, me sentía contenta de que todos mis argumentos para rechazar a mi Yaki, se desmoronasen y me diese cuenta de lo mal que lo había hecho.
En la actualidad, a todos mis nietos, les encanta que les narre cosas de Yaki, porque además era un perro que no daba trabajo, porque estaba super educado. Murió de viejo y la verdad es que todos lo pasamos muy mal y recordándolo siempre lo hacemos con agrado, y yo particularmente con agradecimiento.